2006, año de Campeonato de Europa. El Nya Ullevi Stadion de Gotemburgo albergaba, del siete al trece de agosto, una competición que acabaría por deparar al equipo español la nada despreciable recompensa de once medallas. Especialmente el mediofondo y fondo masculinos (amén del éxito habitual y ya casi sempiterno de la marcha) iban a ser beneficiarios de la gran mayoría de los metales.
El jueves día diez se disputaban las dos semifinales de los 5.000m, para conformar la lista definitiva que tomaría la salida el domingo trece en la final. A las 17:40h daba comienzo la primera semifinal, con doble presencia española: el arandino Juan Carlos Higuero y el valdemoreño Jesús España. Aparición de favoritos como el turco Halil Akkaş o el irlandés Alistair Cragg. Cinco plazas directas, de las que España e Higuero se abonarían a la cuarta y quinta, respectivamente.
Seis de la tarde, nueve atletas alineados para que dé comienzo la segunda semifinal. A última hora, se cae del cartel uno de los favoritos, el ucraniano Sergey Lebid. Mala noticia para el espectáculo, buena noticia para las aspiraciones de los otros, siempre con buenos ojos ante la posibilidad de eliminarse de encima a un rival de tal corte. Son de la partida los británicos Nick McCormick y Mohamed Farah, los belgas Monder Rizki y Tom Compernolle, el ruso Eduard Bordukov, el francés Khalid Zoubaa, el alemán Arne Gabius, el local Henrik Skoog, y el español Pablo Villalobos.
El de Almendralejo se presentaba en la urbe sueca tras un 2005 en el que había decidido buscar una evolución en una trayectoria que él mismo consideró ligeramente estancada, poniéndose a las órdenes del guía Antonio Serrano. El ex-maratoniano había logrado conformar un robusto grupo de entrenamiento en Madrid, alrededor de figuras como el comentado Higuero o Juan Carlos ‘Tete’ de la Ossa. La decisión se convertiría, posiblemente, en uno de los mayores aciertos de Villalobos como atleta de primer nivel.
El fondista pacense necesitaba, por comodidad, una carrera más rápida que la primera serie, algo que se antojaba, en principio, asequible para poder entrar en la final, sino por puestos, por tiempos. El belga Tom Van Hooste, 6º en la primera semifinal, con 13:53.50, y el noruego Marius Bakken, 7º con 13:56.84, marcaban el límite de la clasificación.
Los primeros compases mostraban a un Villalobos atento, vigilante en cabeza. De correr firme y siempre elegante, el extremeño ejercía de vigía a rebufo de la pareja británica, que parecía dejar entrever su intención por controlar la prueba desde el inicio. Y de imprevisto, tras el segundo paso por meta, enfilando la contrarrecta, y tras haber recorrido unos setecientos metros de prueba, la toma cenital de televisión muestra a un atleta que, dando un paso a un lado, se encorva raudo sobre sus pies a la altura de la calle dos. Apenas dos minutos transcurrieron desde el disparo. Con carices de auténtico drama shakesperiano, el destino quiso el derribo de los planes iniciales mucho antes incluso de llegar al primer kilómetro. ¿De quién se trataba? Del mencionado protagonista: Pablo Villalobos.
En la zona de las gradas más cercana a la pista, su pareja, la también atleta Amaya Sanfabio, apenas conseguía contener las lágrimas, en una mezcla de incredulidad y angustia ante lo que contemplaban sus ojos. Desgañitándose, animando hasta rozar el síncope, al borde de la desesperación, no podía creer cómo las ilusiones de estar en la final de un Europeo tomaban tintes de verosímil fatalidad.
Siendo reposado el ritmo de los primeros compases, un incidente de este calibre lastra, y de qué manera, una carrera en este tipo de campeonatos (pese a que sólo estuvo parado apenas cinco segundos). Y es que el nerviosismo, el desasosiego y la inseguridad ante la situación, multiplicándose exponencialmente, pueden voltear de manera súbita las sensaciones de un atleta. Poco a poco, el grupo se estira. Pablo, a pesar de continuar desenvolviendo con solidez su zancada estilosa, da la sensación de cierto malestar, sin terminar en ningún momento de conectar definitivamente con el grupo, tenso y en fila de a uno. Primer kilómetro en 2:53, segundo parcial en 2:48. El sueco Skoog, espoleado por su público, decide coger la cabeza de la prueba. Cambio de ritmo que endurece la carrera, y el local que incluso se permite el lujo de sacar varios metros al grupo, que va, paulatinamente, perdiendo unidades. 8:23.21 al paso por el 3.000m (el kilómetro en 2:41).
Al nerviosismo de Amaya, para deleite de Gregorio Parra y Fermín Cacho, comentaristas para Televisión Española, se unía el de su gemela Tamara, también atleta. La imagen de las hermanas, con el alma en vilo, se convertiría en una de las imágenes más icónicas de esta carrera e incluso del campeonato. Mientras tanto, Farah comandaba imperial el grupo, con un ritmo que parecía aumentar por momentos, persiguiendo a un Skoog que perdía velozmente sus metros de ventaja, y con Villalobos deshaciéndose antes de llegar a la curva de McCormick, Rizki y Compernolle, faltando tres vueltas al paso por meta, en una asentada maniobra.
Momento crucial de la carrera: el crono marca 11:07.49 al paso por el cuarto kilómetro. Entendiendo la complejidad de tomar decisiones instantáneas corriendo por debajo de tres minutos por kilómetro, cabe recordar de nuevo que el séptimo tiempo de la primera semifinal se situaba en 13:56.84. Por ende, si a partir del quinto puesto de la segunda semifinal (los cinco primeros se clasificaban de manera directa) cualquier atleta lograba deshacerse de dicho crono, los ocho atletas que iban a quedar en esta serie (el alemán Gabius abandonaba la prueba a falta de ochocientos metros) se tornarían automáticamente clasificados para la gran final del domingo.
Dentro del grupo cabecero de seis, Pablo era quinto a falta de dos vueltas, pero con el pelotón estirándose cada vez más. Al toque de campana, el extremeño, bien pagando el esfuerzo, bien con total control sobre la situación, cedía al último cambio. Nervios en cabeza (empujones incluidos entre Bordukov y Rizki), nervios en la grada, nervios en las cabinas de retransmisión. El único que parecía tener claro y meridiano su cometido, el propio Villalobos, que aun siendo sobrepasado a falta de ochenta metros por McCormick, y cediendo, por tanto, la sexta posición, supo dosificar las escasas fuerzas que ya le quedaban, conocedor de que aquello iba a decidirse implacablemente mediante el crono, no mediante los puestos. 13:51.17, séptimo lugar, y a la final por tiempos (todos los atletas de la serie, excepto Gabius, retirado, se metían en la final).
Demostrando una inteligencia plausible y una pasmosa frialdad de análisis ante tal situación, (fácil decirlo mientras se encadenan miles a más de 20 km/h), Villalobos supo comprender que de tal manera un puesto en la final era suyo: «En la última vuelta no he querido dejarme todas las fuerzas. Tenía como referencia el 13:56 del séptimo atleta de la serie anterior. Si íbamos por debajo de esa marca, me daba igual incluso llegar último de la serie».
«Esperemos que hoy sea el día malo, porque ha pasado todo lo negativo que podía pasar, las sensaciones no han sido las mejores… pero estamos en la final, que era lo importante».
«Hubo un tropezón en la primera vuelta… me pisaron por detrás y me sacaron la zapatilla lo justo para ir corriendo a disgusto; con la pierna derecha no podía impulsar bien, se me estaba empezando a cargar… y he decidido que, antes de que se endureciera el ritmo, tenía que intentar pararme y arreglarlo».
Todo quedaba en una mera anécdota. Simpática, a posteriori, casi agónica en directo. Y todo, rematado con la soberbia actuación del extremeño, venciendo con inteligencia y frialdad al silencioso enemigo del nerviosismo. Primero, derrotando al desasosiego, y segundo, midiendo al detalle sus movimientos.
El 13 de agosto, en la final de los 5.000m del Campeonato de Europa, la triple presencia española se saldaba con una carrera eterna, de extraordinario regusto para el atletismo español. Pero esa es otra historia.