Los XVI Campeonatos de Europa de Atletismo se celebraban en el año 1994 en la capital de Finlandia, Helsinki. El Europeo iba a celebrarse entre los días 7 y 14 de agosto, aprovechando la teórica benevolencia del clima escandinavo.
Linford Christie, Fermín Cacho, Abel Antón, Dieter Baumann, Colin Jackson, Irina Privalova o Fernanda Ribeiro eran ya, por méritos propios, nombres ilustres de aquellos Campeonatos. El último día, domingo, comenzaba con la prueba que acostumbra a cerrar estos grandes acontecimientos. La prueba. El maratón.
La escuadra española, integrada por el alavés Martín Fiz Martín, el guipuzcoano Diego García Corrales y el madrileño Alberto Juzdado López, venía de realizar una preparación absolutamente descomunal. La estación de Navacerrada, en la sierra madrileña de Guadarrama, así como la Venta Magullo, en Segovia, fueron mudos e imponentes testigos durante los meses previos de los entrenamientos de los tres amigos y atletas. Dormir, comer y entrenar. El Tour de Francia, única distracción de la hora de la siesta. El trabajo, durísimo, en altitud, a más de mil ochocientos metros, con semanas de más de doscientos kilómetros, se convertiría en piedra de toque y base fundamental para lo que vendría después.
El día anterior al viaje a Helsinki, Diego García, nacido en Azkoitia, entrañable y dicharachero, escuchaba comentarios radiofónicos, durante una tertulia deportiva de madrugada, sobre las escasas posibilidades del equipo de maratón en el Europeo de Atletismo. Poco menos, que iban de vacaciones a Finlandia. Ni corto ni perezoso, y como si de un ataque frontal se tratara, informaba de lo que había oído a sus dos compañeros. «Oye, Martintxo… que he escuchado al ‘menda’ éste en la radio… ¡que dice que vamos de turismo!»
La anécdota, evocando esa costumbre tan nacional, se convertía en reto, y los españoles se proponían cambiar la mentalidad de aquellos que dudaban de sus posibilidades. Cierto es que, a nivel europeo, salvo Fiz (que ya había ganado el maratón de Helsinki el año anterior), el equipo español no contaba, a priori, con excesivo nombre. No iban, desde luego, con vitola de favoritos. Juzdado procedía del 5.000m, siendo un atleta de pista con una trayectoria destacable, pero compaginando aún el atletismo con su profesión de artesano de humilde origen, y García había sido plusmarquista español de maratón, y noveno en el maratón de los Juegos Olímpicos de Barcelona, ambos dos años antes. Pero a nivel de equipo, y en cuanto a posibilidades, poca cosa se esperaba de ellos en los círculos menos especializados. Ni en Europa, ni tan siquiera en España. No sería ni por talento ni por trabajo.
A las 9:30h de la mañana de aquel domingo de agosto, unos veinte grados de temperatura y una humedad altísima, insuflaban al día una sensación de agobiante calor. La carrera comenzaba lenta, teórico mal dato para las aspiraciones de García, que prefería una carrera más rápida. El portugués António Rodrigues, lugarteniente del coloso António Pinto, era el primero (seguramente por orden de su jefe de filas) en lanzar un ataque, tras pequeños conatos de incendio anteriores. Fiz, viendo que el grupo no reaccionaba, salió en su busca. En apenas tres kilómetros, el vitoriano comandaba. El grupo se volvía a fusionar, y Diego García, corredor de los de raza, de sufrimiento, con latente y constante nerviosismo en su rostro y en su correr, inquieto y gesticulante, no aguanta la poca tensión y prueba un cambio, acelera el ritmo de la carrera. Nadie responde.
Sólo dos atletas continúan el paso del azkoitiarra: Fiz y Juzdado. El ritmo se acrecienta y los españoles, entre dubitativos e incrédulos, parece que no terminan de asumir que gobiernan con claridad una carrera que comienza a tomar carices magníficos. En un trabajo de relevos inmaculado y casi sin precedentes, en el que Diego García es el que más clarividencia aporta a la situación, tirando de sus compañeros constantemente, sabiéndose triunfadores, como equipo, de continuar así, se ven en el kilómetro treinta y cinco con una distancia suficiente como para intuir un fenomenal resultado. El británico Richard Nerurkar, que había estado preparando el maratón en la altiplanicie keniana, y que llegaba en un estado de forma excepcional, comienza la persecución del trío español, pero ya es tarde. Los ritmos son más o menos constantes, y la distancia cada vez menor a meta. Se la jugarían los de casa, los que no tenían ninguna posibilidad, según se comentaba en la previa.
Diego continúa arrollador, y Juzdado es el primero que da síntomas de flaqueza en torno al kilómetro treinta y seis. El madrileño, viendo que no conseguía seguir el ritmo de sus compatriotas, y comentándolo a ambos, decidía conservar, con la única y latente preocupación de no ser alcanzado por su perseguidor británico. Fiz y García se jugarían la victoria. El alavense tenía un último cambio que no dudó en utilizar. García, más diesel, no podía con el ritmo de Fiz. El vitoriano conseguía entrar en meta en solitario con un registro de 2h10:31, marca que sigue siendo, cuando se escriben estas líneas, récord de los Campeonatos, diecinueve años después.
Campeón de Europa. Abre los brazos al cielo. Celebra. Respira, tras su tan característico sprint final, vaciando la poca gasolina que quedaba en el tanque. Se da la vuelta. Y ve llegar a su compañero, a su amigo, a Diego García. El guipuzcoano llega exultante. Gritando de rabia, de dolor, de emoción, y de alegría, acelerando el paso. De un salto, se abraza a Fiz. Se funden en el más bello de los abrazos. El abrazo del trabajo y de su recompensa. Pero caen en la cuenta de lo que queda.
Diego, dándose media vuelta, y ambos con una entereza y una lucidez que parecen ficticias tratándose de dos atletas que acaban de correr cuarenta y dos kilómetros y ciento noventa y cinco metros en poco más de dos horas, señalan hacia el fondo del hectómetro por el que acaban de pasar ellos mismos. Con una cadencia más conservadora, sabiéndose con puesto seguro, y totalmente extenuado, llegaba el tercero de los amigos, el tercero de Europa, Alberto Juzdado. Fiz, García, Juzdado. Los tres primeros puestos del maratón del Campeonato de Europa, para tres españoles, que se arrodillaban fundiéndose en un abrazo que quedará grabado para la eternidad, en una de las imágenes con mayor carga de fair play, compañerismo y emotividad que se recuerdan en un acontecimiento deportivo de este calibre.
Las medallas eran entregadas después por «La Locomotora Checa», el genial Emil Zátopek. Y eran para tres atletas que iban a Helsinki a hacer turismo. Y que consiguieron convertir aquella carrera en la que es, posiblemente, junto con la medalla de oro de Fermín Cacho en aquel inolvidable 1.500m de los Juegos de Barcelona ’92, la imagen más icónica de la historia del atletismo español, y una de las más bellas y emocionantes del deporte nacional. Era la primera vez que tres atletas de un mismo país conseguían copar los tres primeros puestos en cualquier prueba de un Campeonato de Europa. Tampoco se había conseguido en un Mundial, ni en unos Juegos Olímpicos (curiosamente, cuatro años más tarde, en el Europeo de Budapest, lo lograban, también en maratón, los italianos Stefano Baldini, Danilo Goffi y Vincenzo Modica). Es posible que aquella unión, aquella amistad, aquel insufrible y extenuante trabajo previo, aquel coraje, aquella valentía y, quizás, aquella rabia contenida por las nulas expectativas ajenas previas, aderezada por la anécdota del comentario que tanta gracia hizo a Diego, se juntaran en un cóctel que terminó por convertirse en una de las mayores alegrías que este deporte ha brindado al aficionado español.
En este vídeo, un pequeño reportaje, en su primera parte (hasta el minuto doce, aproximadamente).