Juegos Olímpicos de Atenas. El 18 de agosto de aquel tórrido verano griego de 2004 daban comienzo las pruebas atléticas en el Spiros Louis. El sábado 21 de agosto ponía en liza a los obstaculistas. Única prueba, junto con los 50 kilómetros marcha, con exclusividad masculina.
Tres españoles en el plantel de atletas. El bravo aragonés Eliseo Martín inauguraba las hostilidades en una dura y competida primera serie. En la segunda, aún más rápida, el madrileño, plusmarquista nacional, Luis Miguel Martín Berlanas, clasificaba tercero, obteniendo automáticamente el pase directo a la final. En la tercera y última serie, la más lenta, a la postre, el sevillano Antonio David Jiménez Pentinel era segundo. Pleno, por tanto.
En líneas generales, dominio de Qatar y Kenia. Los grandes favoritos, sin excesivas dificultades. Ausencia notable la del plusmarquista mundial de la distancia, el keniano de nacionalidad qatarí, Saif Saaeed Shaheen. El COI, aplicando la norma de no permitir la participación de atletas en los Juegos (ni en ninguna otra competición internacional) durante los tres años posteriores a la defensa de distinta bandera, en caso de cambio de nacionalidad, excluía con ello al vigente campeón del mundo. Apenas dos semanas tras los Juegos, Shaheen (nacido Stephen Cherono) reventaba en Bruselas el récord de Brahim Boulami. Y al año siguiente, en Helsinki, se alzaba con su segundo cetro mundial consecutivo.
A las 21:40h de aquel martes, día veinticuatro, la línea de salida de la final hervía en llamas. El mundo contemplaba al subcampeón del mundo en París, por delante de Eliseo, Ezekiel Kemboi, al que delataba ya su sempiterno gesto de canalla. Al joven Paul Kipsiele Koech, que había sorprendido a todos en los durísimos ‘trials’ nacionales, y que llegaba con la mejor marca mundial de la temporada (7:59.65). Al espigado Brimin Kipruto, con diecinueve años recién cumplidos, subcampeón mundial junior de obstáculos en 2001, y bronce en 1.500m en aquel mismo julio. Dos qatarís de procedencia africana: Musa Amer Obaid, keniano, reciente subcampeón mundial junior (y posteriormente sancionado por dopaje), y Khamis Abdullah Saifeldin, sudanés, vigente campeón asiático. También lucía imponente el neerlandés Simon Vroenen, subcampeón de Europa en Múnich, escoltado por ‘Penti’ y Berlanas. O el francés de ascendencia argelina, Bob Tahri, cuarto en París un año antes. Muy atento a las circunstancias estaría además el marroquí Ali Ezzine, doble medallista mundial (bronce en Sevilla y plata en Edmonton) y bronce olímpico cuatro años antes. Completaban la final el estadounidense Daniel Lincoln, el polaco Radosław Popławski, el sueco Mustafa Mohamed y el francés Vincent Le Dauphin.
En los momentos previos al disparo, llamaba la atención la extrema concentración de Martín Berlanas, en el extremo izquierdo de la hilera horizontal. Posiblemente, en uno de los mejores momentos de su ilustre trayectoria atlética. Ya había sido quinto clasificado en Sídney y cuarto en Edmonton. La gloria no deambulaba tan lejos, pese a ya serlo un soberbio quinto lugar en una final olímpica, en una disciplina que comenzaba a ser tiranizada por África, especialmente con origen en el inagotable talento del Valle del Rift, que comenzaba a abrir su talento al mundo en manada. Igualmente, la diferencia de caracteres entre los más calmados y apacibles Koech y Kipruto, y el constante nervio de Kemboi. Su mirada siempre desafiante, y su ademán ciertamente altanero iban (y siguen yendo hoy) de la mano de su soberbia calidad. Posiblemente, los grandes favoritos. Existía, por qué no, una latente posibilidad de repetir el triplete que ya habían conseguido por vez primera en Barcelona, doce años antes, Matthew Birir, Patrick Sang y William Mutwol.
Comenzaba la final, bajo la amenaza de tormenta en un ambiente cargado y eléctrico, y tras unos primeros pasos dubitativos, el pelotón se alineaba tras Mohamed, somalí de nacionalidad sueca. No duraba mucho éste en cabeza, y de manera fulgurante, Kipruto y Koech aprovechaban la coyuntura para tomar el mando de la prueba, dando a entender que una final rápida les interesaba soberanamente.
Al paso por la primera ría, los tres kenianos amenazantes de convertir la carrera en un polvorín. Kipruto desvelaba su tremendo salto, de anodina técnica, al no tocar el obstáculo en la ría. Potencia descomunal. La final sugería una batalla rauda, cercana quizá al récord olímpico que consiguiera Julius Kariuki en Seúl (8:05.51). Sólo Obaid, Vroenen y Berlanas parecían relativamente despreocupados ante el ritmo impuesto por el tridente del Rift. Un paso de 2:42.55 por el primer kilómetro (a menos de tres segundos del primer parcial del récord mundial) dejaba claras las intenciones del combinado favorito.
Camino del segundo parcial, Koech endurecía el ritmo de forma salvaje. 5:24.27 al paso por los dos mil metros, calcando prácticamente el tiempo del primer paso kilométrico. Ya sin opciones para récord del mundo, pero en aras de conseguir un tiempo espectacular. Cuarteto cabecero a estas alturas: los tres kenianos, imperiales en su línea de trabajo grupal, y el qatarí Obaid. A cinco metros, Berlanas y Ezzine. Tan bestial era el ritmo, que el propio Kipruto parecía pasarlo mal, perdiendo ligeramente el contacto en alguna ocasión. Koech, trabajando durísimo en cabeza, en una actuación digna de ser recordada, y Kemboi, apareciendo ya imperial, con su tan característico acortamiento de zancada al aproximarse al obstáculo, pero saliendo siempre rapidísimo de él, evidenciando una levedad pasmosa. Obaid seguía tercero, incrustado en el grupo y atento a cualquier movimiento, y el español Berlanas dejaba a Ezzine en su particular persecución africana, pareciendo volar por momentos en la final ateniense. Maravillosa la actuación de Berlanas, consiguiendo (por si fuera poco) dar caza a los cuatro de cabeza a falta de cuatrocientos metros.
Última vuelta, toque de campana, y la opción del podio íntegro para Kenia continuaba intacta. Cinco hombres para tres medallas. Al aproximarse a la última valla, antes de la ría, el movimiento tan característico de Kemboi comenzaba a perpetuarse en Atenas. Su típico y súbito ataque al final de la contrarrecta se pasaba a convertirse en una de las imágenes más reconocibles de la disciplina. Kemboi mostraba la peculiaridad de su inusitada rapidez en la salida del obstáculo, y al momento, su mano izquierda hacía un gesto inequívoco: obcecado, confiado y vehemente, entendía que el triplete era posible, y azuzaba a sus compañeros para que no lo dejaran escapar. Tal parecía su extralimitación, que se permitió incluso el lujo de otear repetidamente hacia atrás en plena curva. Antes de encarar la ría, Kipruto conseguía dar caza a Obaid, y el «1-2-3» keniano se palpaba en las gradas del estadio olímpico.
Tras dejar atrás la ría con una solvencia casi insultante, Kemboi volvía a espolear a los suyos, mirando a derecha e izquierda. Kipruto, en un último esfuerzo descomunal, sobrepasaba por el exterior a Koech, que a duras penas podía mantener el ritmo. El oro tenía dueño, y es que el ínfimo Kemboi demostraba, ya entonces, ser el mejor (a falta, eso sí, de Shaheen). Último obstáculo, ya en plena recta, nuevas miradas de complicidad, hostigando con ambas manos, y últimos sesenta metros casi de relax para el subcampeón mundial. A apenas treinta metros de los cuadros, un exultante Kipruto, con la plata en el bolsillo, y sabedor del triplete, tras el gigantesco esfuerzo de Koech, alzaba los brazos al cielo. 8:05.81 para Kemboi, a escasas treinta centésimas de un récord olímpico que, inexplicablemente, dejó escapar. Ni qué decir que Kemboi lo tuvo en su mano aquel día, pero posiblemente el fulgor de la batalla y la emoción del momento no le permitieran clarificar la ocasión.
Alegría desbordada para tres chicos que aquel día demostraron un talento fuera de lo común. Kemboi, alma de la fiesta, seguido por un Kipruto no tan jubiloso, pero aún así, expresivo, intentaba que un Koech desintegrado por el esfuerzo se uniera a la vuelta de honor. A duras penas lo conseguía.
Por detrás, Obaid conseguía su gran éxito internacional, así como la mejor marca de su vida, hasta que la testosterona lo relegara a las cloacas atléticas. Y un descomunal Luismi Martín Berlanas repetía un extraordinario quinto puesto en una prueba olímpica, con la que era su mejor marca de la temporada (8:11.64) y que fuera su sexto mejor registro de siempre. No quedaba lejos de su plusmarca nacional, aún vigente (8:07.44), en aquel increíble meeting de Bruselas, dos años antes.
Una bellísima imagen de la historia olímpica. Y un triunfo colectivo que siempre permanecerá perpetuado en la memoria del atletismo keniano. No es para menos.