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Carreras Inolvidables: JJOO de Londres ’12, Final 800m

9 de agosto de 2012. Jueves. 20:00h, hora local. El momento en el que el Támesis considera que el día ha sido suficiente para él, mesura su ajetreo diurno, se calma, y se rinde al acontecimiento, convirtiendo a la vetusta urbe que baña en sus adentros en anochecer típico. Sin engañarse, buena temperatura, buen clima. Perfecto, de hecho, para que ocho hombres se enfrenten a su destino. Un destino que les deparará una de las más bellas carreras que el universo haya contemplado jamás. Quizá, la madre de todas ellas.

Los siete ‘heats’ de los 800m en los Juegos Olímpicos de Londres 2012, celebrados todos ellos durante la mañana del lunes 6 de agosto, no deparaban excesivas sorpresas, salvo quizá, en el quinto, la exótica detención de Taoufik Makhloufi tras apenas doscientos metros. Al día siguiente, se convertiría en el segundo campeón olímpico argelino de 1.500m con una solvencia insultante. Tres españoles en liza, los tres clasificados para semifinales en tercera posición de sus respectivas series (Luis Alberto Marco en la primera, Kevin López en la quinta y Antonio Reina en la sexta).

Al filo de las 8 de la tarde del martes 7, las tres semifinales dilucidarían los ocho contendientes que se verían las caras en la final dos días más tarde. Dos puestos directos, más los dos mejores tiempos globales. Relativas sorpresas, viendo las series, en las eliminaciones de europeos de relumbrón (los polacos Kszczot y Lewandowski o el galo Bosse). Última oportunidad para contemplar en territorio olímpico a la leyenda rusa Yuriy Borzakovskiy, brillante oro en Atenas ocho años antes. Tres sextos puestos para los tres españoles, en siempre complicadísima contienda dentro de una prueba de un nivel espeluznante. Tres atletas lograban finalizar primeros tanto su serie como su semifinal: el sudanés Abubaker Kaki, subcampeón mundial al aire libre el año anterior en Daegu, y doble campeón mundial en pista cubierta (2008 y 2010); el etíope Mohammed Aman, de 18 años, recién hervido, pero ya campeón mundial bajo techo en Estambul durante aquel mismo mes de marzo, terreno ideal, a priori, para su constitución, su ritmo y su zancada; y el keniano David Lekuta Rudisha, plusmarquista mundial de la distancia, y campeón del mundo en Daegu un año antes. Por dos veces había conseguido un Rudisha que ni siquiera había cumplido los 22 años pulverizar el célebre récord mundial de Kipketer. Y ello, en el casi inexplicable lapso de diez días, durante el verano de 2010, 1:41.09 en Berlín y 1:41.01 en Rieti. Espeluznante.

A nadie escapaba durante aquella maravillosa tarde del 9 de agosto la impresionante planta de aquel masai de 1.90m. Esbelto, de sonrisa notoria y sincera, en el momento de la presentación de atletas, aquella permanecía tímida, oculta. Casi vergonzosa mueca en el saludo al escuchar su nombre en megafonía, calle cuatro. Emperador en ciernes. Nuevo orden mundial en una prueba en la que estaba llamado a convertirse en el dominador más absoluto. Por los siglos de los siglos.

Cómplice gesto del local Andrew Osagie, ante la atronadora ovación de 60.000 almas. Calle tres para un discreto muchacho de apenas 17 años, plata en el Mundial Junior de aquel verano, también keniano, Timothy Kitum, que se clasificara segundo en ambas carreras previas.

A la diestra del rey Rudisha, el descarado Nijel Amos, 18 primaveras, señalando Botswana en el mapa. Mirada inyectada en sangre, y por contra, gesto deshilvanado y desinhibido de complicada significación para la cámara. Campeón mundial junior durante aquel mismo verano en Barcelona, por delante de Kitum (con asombroso récord de los Campeonatos, 1:43.79). En la calle seis, el abisinio Mohammed Aman, que señalaba con aparente nerviosismo las insignias de su camiseta, en lo que parecía una siniestra premonición de aire cabizbajo para una tarde que resultaría agridulce para su interés. Y la pareja estadounidense, con el agradecido Duane Solomon, y el poderoso Nicky Symmonds, dedicando ambos sueltas sonrisas en la presentación. Concluyendo la protocolaria ronda, Abubaker Kaki por calle nueve, rabia contenida, apretura de mandíbula en confabulación consigo mismo.

En pocas ocasiones se contempla, reflejada en un rostro, la más absoluta concentración. En este caso, hilvanada al unísono con la tranquilidad de saberse en la más absoluta excelencia, física y mental, podríamos encontrar la definición perfecta de la última imagen que vimos, previa al disparo, de David Rudisha. Favorito. Favoritísimo. Esa era la palabra.

Dados al aire. Los caballeros, dispuestos para la batalla definitiva. El destino, puesto en jaque. En escasos segundos, un estallido inauguraría el camino hacia el oro. Y hacia la gloria.

La llegada a calle libre, algo menos de quince segundos tras la partida, permitía adivinar la imperial figura del masai. Primeras referencias ya indubitables tras sobrepasar la curva, camino de la recta de meta, con Rudisha encabezando. Fila de a uno: Kaki, Aman, Amos por la cuerda a su altura, Solomon y Kitum emparejados, detrás Osagie, y cerrando, con ya metro y medio cedido, Symmonds. La bestial zancada que lidera el grupo no permite prácticamente posar la vista en nada más. Ni siquiera en los rebosantes graderíos de un Olympic Stadium puesto en pie. Ni siquiera detenerse a pensar en el estremecedor griterío, disfrazado de zumbido constante. La imagen congelada de los cuatro primeros al filo de los cuatrocientos metros servía de remanso de infinita desigualdad. «La zancada», con alevosía, y después, todo lo demás. Demasiada diferencia, demasiada majestuosidad. El pensamiento general era de no querer que aquello se acabara nunca.

Toque de campana. 49.28. «Is quick… very quick…», que dijera el locutor de la retransmisión británica, mezcla aturdida y perfecta de firme vigor e incredulidad. Y al paso por el ‘quinientos’, donde se enfila la contrarrecta y la visión nítida se convierte en un mero capricho para el atleta, la perspectiva se torna, si cabe, aún más salvaje. En ese momento del 800m donde las piernas cimbrean, donde se distingue al hombre del niño, y la sombra del hombre de la del auténtico guerrero, donde se decide la gloria, en ese momento, llegó el brutal cambio de Rudisha. Quizá, uno de los momentos más hermosos de la historia del atletismo. Una de esas exhibiciones que jamás podrán caer en el olvido. Como ajeno a todo lo que discurría a su alrededor, ajeno a los siete competidores que hubiesen despedazado a su propia madre por aquella medalla de oro, Rudisha volvía a ser el pequeño David, décimo de once hermanos, aquel niño predestinado que escuchaba con ojos abiertos hasta el infinito las incontables historias de su padre, Daniel, subcampeón olímpico de 4x400m en México, cuarenta y cuatro años antes. David Lekuta nunca quiso la plata. Él quería compartir con su padre el sabor de aquel precioso metal dorado, consagrado como la efigie al mejor del planeta, vengando tal vez ese oro que su progenitor nunca pudo conseguir. La figura de ese niño en brazos de su padre, llenando su orgullo y su mente de valor y pasión, para en un futuro no intentarlo, sino lograrlo, asalta con frenesí al visualizar esa contrarrecta y pensar en la historia que tiene detrás. Y eso pareció revelar aquel súbito cambio, aquella dentellada, a falta de trescientos metros.

Braceo descomunal, técnicamente impecable. Soberbio. Mayestático. «Un tremendo talento», que diría su entrenador, el carismático y legendario Colm O’Connell. El etíope Aman, ávido, buscaba ya sin éxito la estela del keniano, pero a más de tres metros de ventaja, sólo podía soñar con arrebatarle a Amos y Kaki el segundo escalón del podio. El botsuano comenzaba su particular «baile», esa danza donde su descomposición técnica debería ser estudiada por los eruditos en biomecánica, donde su cuerpo se destartala por completo, como se destartalan las hojas de un árbol seco al azote del viento en los albores del otoño, y pese a ello, consigue seguir volando. Ya llegaba Amos segundo al último ‘doscientos’, cayendo con estrépito Aman, y progresando el insultantemente bisoño Kitum.

A falta de un hectómetro, el registro se adivinaba estratosférico, y la diferencia que un inalcanzable Rudisha había logrado tras la más brutal de las aceleraciones que podamos recordar había sido alarmantemente recortada por un ya casi descompuesto Amos. Los últimos cincuenta metros, sin cejar en el mantenimiento del braceo y la circularidad de la zancada, con esa impertérrita mirada de empeño y extrema concentración, coronaban lo impecable. Entrada en meta. Y dos segundos después, elevando la vista al vídeo marcador, tras regresar al estado de consciencia plena desde la fiereza de una batalla cósmica, el estallido más radiante de un atleta radiante. David Lekuta Rudisha se convertía aquella tarde de Londres en el primer ser humano capaz de reventar la descomunal frontera de los ciento un segundos en las dos vueltas a la pista.

1:40.91. El séptimo registro de su vida hasta aquel preciso momento por debajo de 1 minuto y 42 segundos (sólo tres atletas, al margen de Rudisha, habían franqueado esa barrera a lo largo de la historia: en cuatro ocasiones Wilson Kipketer, y en una Sebastian Coe y Joaquim Cruz). Aquel 9 de agosto de 2012, lo lograría otro atleta más. Nijel Amos inscribía su nombre en plata en aquella final, con un antológico récord mundial junior, 1:41.73. De los otros seis atletas de la final, cinco conseguían aquella tarde su marca personal en la distancia. Tres de ellos, incluyendo al bronce Timothy Kitum, por debajo de 1:43 (Kitum, Solomon cuarto y Symmonds quinto). Quién le iba a decir al vigente campeón mundial en pista cubierta, Aman, que con un fabuloso 1:43.20, récord de Etiopía, quedaría no ya fuera, sino lejos (a casi siete décimas) del podio olímpico, en sexto lugar. Los ocho contendientes, bajo el telón del 1:44, agotando cualquier género de calificativos. El último atleta clasificado en aquella final (el británico Osagie) hubiera logrado, con su marca (1:43.77) la victoria en cualquiera de las finales de 800m de los tres Juegos Olímpicos anteriores (2008, 2004 y 2000).

Y por encima de todos ellos, la efigie de un caballero, el ídolo masai, David Lekuta Rudisha. El más fiero de los rivales, tras el aura mezclada de obediencia, instrucción y cortesía y fiereza indomable. Eligiendo el mejor marco posible, significando el récord bajo el firmamento de la competición soñada, de la más importante del planeta, y rubricando, bajo el sello de los tiempos la más preciosa de las carreras que el ser humano haya contemplado jamás. La carrera entre las carreras. El mejor ‘ochocientos’ de la historia. En palabras de Sebastian Coe, «podría decirse que es la mejor carrera jamás vista en un estadio olímpico. La mejor carrera de 800m de todos los tiempos».

Aquel mismo día, se coronaba Ashton Eaton, flamante plusmarquista mundial. Y la leyenda de Usain Bolt seguía creciendo exponencialmente, tras convertirse en el primer hombre capaz de ganar los 100m y los 200m en dos Juegos Olímpicos consecutivos.

Pero en letras de oro, por encima de casi cualquier gesta, emanaba una elegancia incomparable, un embrujo sin igual, convertido en zancada. Y desde ese día, si hay alguna carrera que merezca nombrarse así de tal manera, pudiese ser esta. Simplemente, inolvidable.

«La Carrera». Con mayúsculas.

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