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La noche de las grandes emociones cierra los Juegos magníficos en el Stade de France

La noche de las grandes emociones cierra los Juegos magníficos en el Stade de France

Letsile Tebogo es casi dios y París, la capital de Botsuana, que, a punto estuvo, faltó esto, una décima de segundo, un parpadeo, de privar al imperio, a Estados Unidos, del oro en el relevo 4×400, su tesoro, el mayor símbolo del poderío de su atletismo. El maravilloso Tebogo, ganador de los 200m, toma el testigo en la última posta con una desventaja de dos décimas. Medio metro por delante, el norteamericano al que debe abatir, nada menos que Rai Benjamin, el fenómeno que el día anterior había derrotado a Karsten Warholm en la final de los 400m vallas. El estadio extático enloquece. Los azules claro, los africanos pueden derribar al país más poderoso. Tebogo, encendido aprieta, aprieta, aprieta, y cuando sale de la última curva, Benjamin siempre delante, parece que sí, que podrá, que su clase, que su zancada fluida, tan suave que no hiere, como la brisa, derrotarán al poderío tremendo, a la potencia de Benjamin. Es una lucha poética, un sueño, en la que se impone el realismo. Por una décima.

Estados Unidos, empujada por la increíble Botsuana de su héroe Tebogo, bate el récord olímpico (2m 54,43s), Tebogo bate un récord de velocidad: 43,03s en su 400m lanzado. Y aun frustrado, el estadio estalla, y unos minutos después repite júbilo, aunque no tan exaltado, con el relevo largo femenino, no tan emocionante por la victoria clara de las norteamericanas (3m 15,27s), con un cuarteto en el que su majestad Sydney McLaughlin consigue su segundo oro tras el de los 400m vallas y Gabby Thomas, que siempre se acuerda de las que sufren endometriosis en sus agradecimientos, la tercera, tras los 200m y el relevo corto, y el estadio aclama a su Francia, quinta, que bate el récord nacional (3m 21,41s), y su primera relevista, Sounkamba Sylla, a la que el Estado prohíbe correr con velo lo hace con una gorra que le recoge todo el cabello y una camiseta blanca de maga corta por debajo de los tirantes.

Es el fin de la última noche en el estadio, la velada de las grandes emociones, en la que el mal amado Jakob Ingebrigtsen recibe el perdón y la aclamación tras su imponente victoria en los 5.000m, Faith Kipyegon bate el récord olímpico de los 1.500m con unos increíbles 3m 51,29s en una carrera sin liebres ni mecánicas ni luminosas ni humanas.

Y todo comenzó a las 19.15, cuando el sol aún quemaba, el Mondo lavanda quemaba y el agua era un bien preciado. Son los 800m de ensueño, la prueba de los sibaritas. Moha Attaoui, magnífico, sale a la carrera con su botellita de agua, y la deja encima de su bloque de salida, el seis, marcando su territorio. El objeto que rompe la uniformidad del escenario, de la misma manera que el fenomenal cántabro rompe los esquemas de la prueba, explosivo, resistente y muy rápido. Cuando regresa después de la presentación oficial, la botella sigue ahí. Bebe un sorbo, se enjuaga la boca, se moja el cuello. Cumplido su ritual, corre como un diablillo entre gigantes. Una mina entre sus piernas. A la espalda del armario Marco Arop (el campeón del mundo), y todos detrás de otro grandote, el keniano Emmanuel Wanyonyi, locomotora del AVE a quien nadie pasa. 50,28s el primer 400m. Y no baja el ritmo. Liebre de sí mismo a quienes los demás empujan, Wanyonyi cubre el segundo 400m en 50,91s. Solo David Rudisha, King David en Londres 2012, ha corrido más rápido (1m 40,91s, récord del mundo) en unos Juegos; solo dos han corrido más rápido en la historia. Y entre los que le persiguen en una carrera de vértigo, como vertiginosa en su carrera en el atletismo, Moha Attaoui, Torrelavega, 22 años, hace un año una promesa de talento, que tiraba de sus ahorros y de los premios para poder pasar unas semanas en altitud, ahora, profesional establecido entre la crème de la crème del mediofondo mundial. “No pienso en todo lo que he hecho este año”, dice Attaoui, subcampeón de Europa en Roma en junio. “Yo voy día a día”. Hace menos de un mes batió el récord de España con una marca tan inesperada que nadie daba con los adjetivos para describirla: 1m 42,04s, la novena de la historia. En la final de París a punto estuvo de superarla, sin embargo, pero su 1m 42,08s (50,8s + 52,0s), una marca que le habría hecho campeón olímpico en todos los Juegos menos en Londres, solo le sirvió para ser quinto. Tan inmensa fue la final que una marca de 1m 41,67, récord de EE UU, ni le valió a Bryce Hoppel para subir al podio, que ocuparon tras Wanyonyi, el canadiense Arop (1m 41,20s) y Djamel Sedjati (1m 41,50s), el argelino al que, informa L’Équipe, la policía antidopaje registró el jueves su apartamento en la Villa Olímpica. El séptimo, el botsuano Tshepiso Masalela, también bajó de 1m 43s.

El resultado del registro a Sedjati no se conoce, pero sí la felicidad de Ingebrigtsen, el dios caído del 1.500m que en los 5.000m se lanzó desde muy lejos a por el etíope Hagos Gebrhiwet, que atacó feroz a 600m. Con tranquilidad, casi flema, Ingebrigtsen (1m 49s tremendos en su último 800m) le alcanzó y le superó muy fácil, y ganó por distancia la medalla que le redime (13m 13,66s).

Ah, y Francia, en la última oportunidad, consiguió por fin una medalla en el estadio. Fue una mujer, por supuesto, la vallista de talento Cyrena Samba-Mayela, la campeona de los 60m vallas en el Mundial de Glasgow, que logró la plata emparedada entre la norteamericana Masai Russell (12,33s) y la campeona de Tokio tremenda, la portorriqueña Jasmine Camacho-Quinn.

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