Lunes, 3 de agosto de 1992. Semifinales de 400m en los Juegos Olímpicos de Barcelona. Entre los favoritos, un velocista de veintiséis para veintisiete años, británico, con genes caribeños, que representa una de las grandes esperanzas tanto de su país como del atletismo europeo para convertirse en uno de los grandes dominadores de la disciplina, por talento y por capacidad. Hasta aquel preciso momento de su carrera, chispazos de calidad, atisbos de un magnífico atleta en ciernes, y de lo que , quizá, estaba por venir. Sin embargo, hasta trece operaciones operaciones (con tan sólo 26 años) derivadas de graves problemas en su tendón de Aquiles. A partir de ahí, la solución pasaba por la duda y la dificultad, en contraprestación al talento.
Lo que sucedió durante aquella serie, a lo largo de aquella tarde de agosto, ha permanecido para el recuerdo del Olimpismo y del atletismo histórico. Por multitud de razones. Tanto por la significativa historia que lo rodea, como por la emotividad y lección de vida que aquella tarde estival convirtió en icónica imagen de la historia olímpica, ofrecida, desnuda, a un mundo atónito ante lo que contemplaban sus ojos. Resulta complicado decir nada más. Por ello, nos quedamos con un magnífico reportaje, elaborado por un programa de cabecera, imprescindible y apasionante como es «Informe Robinson», sobre aquel acontecimiento (en dos partes). Sobrecogedor. Emocionante. Dignificante. Un auténtico ejemplo de un sinfín de cosas.
La recomendación es clara y terminante: prohibido perdérselo.
La historia de Derek Redmond.