La distancia hoy utilizada en maratón no ha existido siempre tal y como es conocida. El primer resquicio de uso de la medida actual (cuarenta dos kilómetros y ciento noventa y cinco metros) data de los Juegos Olímpicos de Londres, en 1908. Y no porque fuera la distancia que separaba el pueblo de Marathónas (Maratón) de la ciudad de Atenas, declaración tradicional sobre el asunto, sino porque desde la salida de aquella prueba (los jardines del Castillo de Windsor, donde residían los Príncipes de Gales) hasta la llegada en el Estadio Sheperd Bush había exactamente 26 millas y 365 yardas. O lo que es lo mismo, 42 kilómetros y 195 metros.
Catorce horas y treinta y tres minutos del 24 de julio de 1908. Cincuenta y seis participantes, de los cuales abandonarían ventinueve. Da comienzo una de las competiciones olímpicas más infames que haya conocido la historia moderna. Un terrible y sofocante calor, silencioso encargado de dictar sentencia en la carrera desde un principio.
La primera parte de la prueba resultó dominada por el canadiense Tom Longboat, que se ve obligado a avituallarse con champán. Problemas estomacales provocan su retirada en cuestión de minutos. Tras ello, toma el mando el sudafricano Charles Hefferson, que llega al kilómetro treinta con casi cuatro minutos de ventaja sobre un italiano enjuto, de apenas un metro y cincuenta y nueve centímetros, panadero de profesión, de nombre Dorando Pietri. Poco más atrás, el estadounidense Johnny Hayes. En el kilómetro treinta y ocho, el mencionado Hefferson, víctima de la desidia que manifiesta frecuentemente un arduo momento de debilidad, es alcanzado por Pietri, con imagen de arribar a los últimos compases de la prueba en plenitud. Con una frescura inusitada para las condiciones existentes. Sobrepasaba el transalpino aquel kilómetro cuarenta con holgada ventaja.
Ya oteando el estadio olímpico, apenas faltándole un kilómetro para la llegada, el gesto de Pietri cambia imperceptiblemente. Sus sentidos, totalmente comprometidos, sin apenas visión y sin poder escuchar nada, no le permiten siquiera, en apenas segundos, asimilar que sus fuerzas han tocado fondo. Se han volatilizado en el ambiente. Desmadejado, exhausto, cerca de la total deshidratación, el transalpino cruza las puertas del Stadium.
A partir de ahí, y tras equivocarse de sentido bajo el arco de entrada, teniendo que ser casi empujado por los jueces para virar en sentido correcto, más de nueve minutos para recorrer los trescientos cincuenta metros hasta la línea de meta. Una, dos, tres y cuatro veces la fantasmal figura de aquel ínfimo italiano termina por desplomarse sobre la pista de ceniza, siendo ayudado por jueces, médicos e incluso periodistas (el famoso Arthur Conan Doyle, creador de Sherlock Holmes, cubría aquel acontecimiento en el estadio, prestando su socorro ante la penumbra de una imagen dantesca). Lo masajean, ayudándolo constantemente a ponerse en pie, y lo orientan, en uno de los episodios más dramáticos que el Olimpismo y el deporte en general hayan conocido jamás. Su última caída, a cinco metros de la meta, en el mismo momento en el que John Hayes, segundo clasificado, entraba en el estadio. Finalmente, en un gesto de pundonor sin límites, en el límite de la consciencia, Pietri cruza la meta como vencedor, siendo sujetado del brazo por un juez, en una de las fotografías de mayor carga icónica e impacto de la historia de los Juegos Olímpicos.
Sin embargo, las aguas no tardarían en volver a su cauce. Con Pietri desvanecido, tendido en el suelo, tras dos horas, cincuenta y cuatro minutos y cuarenta y seis segundos de titánica lucha contra la absoluta inclemencia, el equipo estadounidense presentaba una reclamación, que sería, a la postre, razonablemente aceptada. Pietri había sido ayudado, y por tanto, debía ser descalificado. Y así fue. Pero acabaría por ganarse el corazón de los británicos. La reina Alejandra le haría entrega personalmente de una copa de plata, mostrándole su admiración por la gesta conseguida, más famosa aún que la propia victoria, consagrada al norteamericano Hayes. Tal fue su éxito que comenzó a ganarse (y muy bien) la vida a través de invitaciones para disputar carreras de exhibición al otro lado del Atlántico, razón por la cual llegara a amasar en los años consecutivos una pequeña fortuna, que intentó administrar tras su retirada del atletismo, sin demasiado éxito.
Dorando Pietri, aquel pequeño y gran corredor italiano, de cuna y crianza en Carpi, y que ostentó la condición de mejor corredor de todas las distancias del fondo de su país por aquella época, se desplomaba por última vez el 7 de febrero de 1942, a la edad de 56 años. Esta vez, a causa de un infarto. Jamás pudo volver a levantarse.