Cuenta la leyenda que a él no le gustaba correr. Le parecía una actividad nula, aburrida. Pensaba que no servía para nada.
Su primera vez, su capataz en la fábrica en la que trabajaba lo inscribió para una carrera, al igual que a todos los demás operarios. Fingió estar enfermo para no participar. Pero tuvo que hacerlo. Quedó segundo. Y a partir de ese día, cuando contaba con apenas dieciocho años de edad, todo cambió para él. Encontró su incentivo. El incentivo que le llevó a querer ser el mejor. Y a serlo. Y el incentivo que le llevó a encontrar el amor de su vida.
Cuenta la leyenda que ella ya era una atleta destacada. Despuntaba en balonmano, deporte que practicó desde que era una niña, llegando a ser campeona nacional con su equipo. Un día, casi por accidente, descubrió su facilidad para el lanzamiento de jabalina. Pensó «si lanzo tan lejos sin apenas esfuerzo, si entreno duro, tendré mucho éxito». No fue tan fácil, pero el éxito llegó.
Él y ella. Ambos, nacidos el mismo día. El 19 de septiembre de 1922, con apenas cuatro horas de diferencia. En la misma región. Moravia-Silesia, cerca de la cuenca del río Olza, en dos localidades separadas por apenas medio centenar de kilómetros, en la antigua Checoslovaquia.
Tan duro entrenaron que consiguieron participar (y de qué manera) en los que serían los primeros Juegos Olímpicos que disputarían en sus triunfantes carreras, ya tras sellar su amor. Ese amor que comenzó el día de aquella primera carrera de él.
En Londres, en 1948, en una ciudad que sometía en vilo su orgullo para alzar la cabeza tras una de las épocas más oscuras que el ser humano haya conocido jamás, y con una ciudad aún arrasada por los bombardeos de aquella cruenta guerra mundial, donde los atletas se alojaron en austeros y lúgubres barracones militares, ella sería séptima en la jabalina el 31 de julio. Un día antes, él desbordaría de alegría a su pueblo, consiguiendo el oro en los 10.000m. El 2 de agosto, cerraría la brillantísima participación del ya, y por siempre, matrimonio con su plata en los 5.000m.
Pero fue en las frías tierras del norte, cuatro años más tarde, en una época en la que la Vieja Europa luchaba aún por recuperarse de los horrores de la sangrienta batalla, cuando Helsinki iba a convertirse en momento y lugar para eternizar un sentimiento tan bello y profundo que sólo la muerte pudo separar. 1952 fue su año, sin lugar a dudas, y aquella semana, el máximo esplendor de un éxito exorbitante.
El 20 de julio, la primera alegría. Él arrasaba en los 10.000m. Quince segundos por delante del segundo clasificado. Récord olímpico. Cuatro días después, el 24, tras haberse clasificado holgadamente para la final, vencía en los 5.000m, consiguiendo un doblete que ya de por sí suponía una inmensa hazaña.
Quizá inspirada y espoleada por la fuerza de su cónyuge, sin apenas haber tenido tiempo para reponerse de la emoción por su victoria, ella lanzaba la jabalina más allá de los cincuenta metros en su primer lanzamiento de la final, con un 50.47m que ya ninguna atleta le podría arrebatar, para apropiarse un nuevo récord olímpico, y una sensacional medalla de oro.
Y tres días más tarde, el 27, él sellaría con letras de oro unos Juegos Olímpicos que siempre han llevado y llevarán su nombre. En una de las gestas más inauditas e insólitas que se recuerdan, el maratón se convertía en territorio de ‘La Locomotora’. Nuevo oro, y nuevo récord olímpico. Escapado con su rival británico, Jim Peters, él, debutante en la prueba, le preguntaba si el ritmo que llevaban era bueno. El británico, con mala cara y muy fatigado, le respondía que era «lento». Él, tomándose casi como una bravata, al pie de la letra, las palabras de su rival, se encaminaba hacia la victoria tras un feroz cambio de ritmo.
Tras preguntarle cómo se encontraba tras la llegada, osaba responder «más de dos horas corriendo… me he aburrido bastante». Tras ello, haciendo gala de un magnífico sentido del humor, esbozaba, como siempre, una contagiosa y vital sonrisa.
Siete días para el recuerdo. Siete días para la eternidad, de una pareja eterna.
Aún serían dos participaciones más en Juegos Olímpicos para ella (4ª en 1956 y 2ª en 1960), y una más para él (6º en el maratón de 1956). Ella sería dos veces campeona de Europa, batiendo hasta en 14 veces el récord nacional checoslovaco de jabalina. Él, simplemente uno de los mejores fondistas de la historia. Tres oros y un bronce en Campeonatos de Europa, y esos cinco oros olímpicos ya relatados.
Su vida quedaría unida para siempre, tanto en lo personal, donde era evidencia que ambos hallaron el amor de su vida, como en lo profesional. Siempre amables, siempre sonrientes. Siempre compitiendo, siempre sonriendo. Siempre juntos. Hasta que el destino quiso que, el 22 de noviembre de 2000, el cielo los separara. Él se convertía, aún más, en un mito, ya no en vida. Y ella sigue, hoy en día, a sus 91 años, y conservando una memoria privilegiada, aprendiendo a vivir sin él, mirando hacia adelante. Feliz por haber vivido una feliz vida. Feliz por haberla compartido con él.
«Él». Emil Zátopek.
«Ella». Dana Ingrová-Zátopková.
Siempre juntos, con una sonrisa.